domingo, 29 de abril de 2012

Las bateas de Don Valentín Ramón Castillo

Don Valentín Ramón Castillo es un artesano con una ingeniosa paciencia que tiene más de 25 años haciendo bateas en el barrio Cascabel de Independencia Estado Yaracuy. Este oficio lo heredó de su maestro Juan Mogollón en la misma casa. Actualmente, a sus 72 años mantiene viva la tradición cultural de la familia y describe su oficio diciendo que “hacer bateas es un arte, es una diversión”. Es su manera de recrearse y aprovechar bien el tiempo. Cuando se le pregunta cuál es su fuente de inspiración para hacer las bateas, dice:

“…las hago para no dejar la costumbre que él -su maestro- inició en la casa. En esta casa se está haciendo bateas desde hace muchísimos años…”

Es que la batea es un utensilio tradicional del quehacer familiar en muchos pueblos venezolanos. Hace muchísimos años se hacían sólo de madera. Con el paso del tiempo se empezaron a hacer como las hace Don Valentín con arena, cabilla y cemento. Esas bateas están en muchos hogares de San Felipe e Independencia en el campo y la ciudad. En la casa de mi infancia había una batea redonda que se usaba para lavar la ropa. También había una pequeña de madera donde se amasaba y se desgranaban las caraotas y los quinchonchos que cosechábamos en el patio.

Observo las bateas y Don Valentín me cuenta que Juan Mogollón, su maestro, además de hacer las bateas en la casa, también hacia cruces y lápidas para el cementerio de la Independencia. El recuerdo más hermoso que tiene de su maestro es que “tenía bastante luz en la mente para hacer las cosas”. Su gratitud habla más que mil palabras. En sus tiempos de aprendiz, el cemento costaba 4,50 bolívares de los viejos y las bateas se vendían a 10 bolívares. Actualmente, este oficio exige una dedicación exclusiva no sólo al momento de hacer las bateas, sino también para conseguir el cemento, la arena y la cabilla.

La nobleza de Don Valentín y la dignidad de su oficio me detienen a los pies de una mata de coco que está en su casa. Allí me explicó paso a paso cómo es que hace las bateas: “…primero se corta la cabilla tripa e’ pollo y se va haciendo el esqueleto bien amarrado con alambre sobre la formaleta, para que no se salga. Luego se le echa cemento puro y una mezclilla fina. Se deja que endurezca un poco, se le pone la plancha arriba para irla llenando y se le pone el bajante. Después que la batea está hecha se deja que seque, se saca de la formaleta, se pone al horno del sol unos tres días hasta que endurece y cuando esta dura se le da la vuelta. Luego viene la pulitura con cemento puro. Finalmente, se deja que tiemple, se le pasa una lija para quitarle los poporos hasta que queda bien y se lleva a la venta”.

Al frente de la casa, en la calle principal de Cascabel, Don Valentín exhibe las bateas y tiene un letrero que dice:

“Se vende bateas”.

Sus bateas son de distintas formas y tamaños. Hay bateas llanas y hondas. Unas son redondas y otras cuadradas. En el patio de la casa tiene una batea gigante cuadriforme diseñada hace años con su ingenio natural.

lunes, 23 de abril de 2012

¿Por qué La Mosca?

¿La Mosca?, ¿por qué La Mosca? La Mosca es el nombre del barrio de San Felipe que me vio nacer en el Yaracuy querido. Estoy ávido de conocer el origen del nombre. Dialogo con los lugares de mi infancia. Veo el empinado callejón, el aire fresco acariciando el amanecer y el colorido de las montañas en las fotografías del recuerdo. Las instantáneas registran el lugar que habito y me habita. La casa estaba rodeada de manzanilla, zábila, llantén, poleo, curía, yerbabuena, malojillo, orégano y cilantro. Frente al porche posaban las flores blanquecinas de aquel pequeño árbol llamado resedá. Su aroma llenaba toda la casa. En el patio había plátano, cambur, topocho y yuca. En la sombra del aguacate se encontraban el graifú, el limón y la naranja. Más allá, el hicaco y la caña. El quinchoncho, plato nuestro de cada día. Cerca de la escuela, en la calle Country Club, jugábamos bajo la lluvia.

Subiendo por el callejón observo las casas y pienso en el nombre. La Mosca está en mi corazón. Recuerdo a don Nicolás y su bodega, a la abuela Santiaga cuando me decía que le enseñara los Salmos de la Biblia, a la tía Sarita y las matas de mamón, a la señora Anselma sentada en el frente de su casa. Antes de llegar al Hospital Central de San Felipe “Placido Daniel Rodríguez Rivero” recuerdo que Alberto Ravell “Por los Caminos del Yaracuy” recorrió “las Sabanas de La Mosca”.

Sentí curiosidad- ¡Sabanas de La Mosca!-, la referencia abrió aún más la curiosidad que tengo desde niño por el nombre. Busco a La Mosca y Ella me busca. Es la necesidad del reencuentro con el lugar de nacimiento. Esa avidez me llevó a conversar con Domingo Aponte Barrios- entonces cronista de San Felipe- el 12 de abril de 2011, un mes antes de su despedida eterna. A las 9:14 de la mañana me recibió gratamente en el Centro de Historia del Estado Yaracuy. La conversa fue muy amena. Estaba con el cronista, el maestro, el abuelo. Me dijo que “La Mosca es uno de los barrios más antiguo de San Felipe” y que cuando él tenía 20 años el callejón La Mosca era de tierra y subía por ahí a unos velorios con su hermano Pedro. La pregunta de la infancia no se hizo esperar:

¡¿Por qué La Mosca tiene ese nombre?!

Parsimoniosamente siguió contándome que “La Mosca era una sabana grandísima” y la gente le decía “la sabana de La Mosca”. Me llamó la atención que cuando Aponte Barrios fue alcalde de San Felipe, el primer alcalde electo por elección popular, algunos vecinos le propusieron el cambio del nombre al barrio La Mosca. Frente a tal propuesta dijo:

“Les sugerí que no. Siempre he creído que se debe respetar la tradición de los nombres, porque alguna razón hay. Puede ser de tipo científico, afectivo, popular y eso hay que conservarlo porque ahí están las raíces del pueblo. El barrio lleva el nombre La Mosca, no por lo que algunos creen, que se llama La Mosca porque había una invasión de animales muertos en ese lugar y había muchas moscas. No es por eso. Es porque había muchos insectos por la misma vegetación, por los cerros, los ríos y las quebradas cercanas…”

En ese momento recordé que Eduvigis Bustillo, mi abuelo, el pasado 20 de diciembre de 2008, estando frente al Indio esculpido por Alejandro Colina, en la avenida Yaracuy, señaló con su dedo el cerro La Mosca, diciendo: “Allá está el cerro La Mosca”. Es posible que el barrio deba su nombre al cerro La Mosca. Es otro dato que pudiera explicar el nombre del lugar donde nacimos muchísimos yaracuyanos.

Ya casi terminando la conversación el cronista de San Felipe afirmó que “La Mosca tiene que incluir el Hospital”. Además, señaló que “Los Higuitos y El Cerrito pertenecían a La Mosca”. Cuando bajábamos las escaleras en el Centro de Historia, al despedirse me dijo: “si alguna vez usted va a hacer una investigación sobre La Mosca le agradezco me avise y yo le acompaño. Estoy interesado en eso, a mí siempre me ha llamado la atención La Mosca”.

Siguiendo a La Mosca, recuerdo que el 11 de diciembre de 2010 leí “¡Quién fuera Marimón para desde allá ver el lado claro de mi pueblo!” de Israel Jiménez Emán, en “Siempre Verde”, Edición Cuarto Aniversario de El Diario de Yaracuy. Es que el sanfelipeño puede “…predecir un aguacero al mirar el Marimón, es decir, leer el lenguaje de las nubes en el cielo”. En La Mosca, cada vez que el cielo muestra signos de lluvia, lo primero que hacemos es mirar el Marimón. Todos decimos, sí está oscuro Marimón es porque va a llover. Así, Jiménez Emán observa el Marimón:

“Y es así como veo el cerro Marimón desde el callejón La Mosca: como en una cicatriz voy bajando por La Mosca, mientras el cielo zurcido de musgos se va inclinando cada vez menos para abrirse en el más bello confín en el que reposan los tiernos pechos de aquel valle que nació para ser nube” (…) ¡Quién fuera Marimón para desde allá ver el lado claro de mi pueblo!, soñar con regresar algún día, subir por el callejón La Mosca y seguir derecho por los cerritos llenos de pajonales donde ya ni nortea, hasta que el cansancio me haga buscar el bebedero de las únicas golondrinas que saben por qué este callejón se remonta al revés, porque por El Casabe nunca se sabe”.

Este encuentro poético con La Mosca me reencuentra conmigo mismo. Es un diálogo trascendente con el lugar, con las raíces de un pueblo que resistió el desastre de aquel 04 de julio de 2004, cuando el desbordamiento de la quebrada Guayabal convirtió el callejón La Mosca en un río que se llevó consigo todo lo que consiguió a su paso, incluyendo tres vidas humanas. Este doloroso recuerdo vive en la memoria del barrio.

En la interminable búsqueda del origen del nombre, La Mosca me busca y yo la busco. El pasado 26 de marzo de 2012 Ella me buscó a mí. Ese día oí la conferencia de Freddy Castillo Castellanos, sobre la memoria de San Felipe, en la V Jornada de Investigación y Docencia en Historia y Geografía de Yaracuy, realizada en la capital yaracuyana. Castillo Castellanos inició su cátedra recordando los doscientos años del terremoto que dejo a San Felipe en ruinas, diciendo:

“No sé si hemos venido a hablar de la memoria o a escucharla”.

A parir de allí refirió “El hombre y lo divino” de María Zambrano, “Las ruinas circulares” y el poema “Los justos” de Borges. Mientras hablaba, me sorprendió gratamente con la novela “Rastro en el Alba” de Manuel Vicente Tinoco. Sus palabras se incrustaron en la sensibilidad de mi infancia. Con Tinoco se movieron las profundidades de la memoria:

“El nuevo San Felipe no se diferencia sustancialmente de los demás pueblos valleros de Venezuela. Con cinco veces más de largo que de ancho, sus calles son perfectamente rectilíneas. En las de abajo hace mucho calor, pero en las de arriba, vecinas de las sabanas de La Mosca y de las estribaciones de la sierra de Aroa, se respira un aire bastante fresco”.

¡Nuevamente vuelvo a encontrarme con las sabanas de La Mosca!

Que las flores de resedá sigan perfumando el camino de quienes habitamos y nos dejamos habitar por la grandeza de esta tierra. Que ese aire fresco nos acompañe siempre y las familias sigan saliendo al frente de su casa a encontrarse con las estrellas del cielo sanfelipeño.